Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-38):
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano. Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.»
Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor «Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob.» No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.»
Meditación del Papa Francisco
Dios es la fuente de la vida; y gracias a su aliento el hombre tiene vida y su aliento es lo que sostiene el camino de su existencia terrena. Pienso igualmente en la vocación de Moisés, cuando el Señor se presenta como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios de los vivos; y, enviando a Moisés al faraón para liberar a su pueblo, revela su nombre: “Yo soy el que soy”, el Dios que se hace presente en la historia, que libera de la esclavitud, de la muerte, y que saca al pueblo porque es el Viviente. Pienso también en el don de los Diez Mandamientos: una vía que Dios nos indica para una vida verdaderamente libre, para una vida plena; no son un himno al “no”, no debes hacer esto, no debes hacer esto, no debes hacer esto… No. Es un himno al “sí” a Dios, al Amor, a la Vida. Queridos amigos, nuestra vida es plena solo en Dios, porque solo Él es el Viviente. (S.S. Francisco, 16 de junio de 2013).
Un Dios de vivos.
A lo largo de los siglos se han divulgado formas muy diversas de «imaginar» el cielo. A veces se ha considerado el paraíso como una especie de «país de las maravillas» situado más allá de las estrellas, el «happy end» de la película terrestre, olvidando prácticamente a Dios como fuente del cumplimiento definitivo del ser humano.
Otras veces, por el contrario, se ha insistido casi exclusivamente en la «visión beatífica de Dios», como si la contemplación de la esencia divina excluyera o hiciera superflua toda otra felicidad o experiencia placentera que no fuera la comunión de Dios con las almas.
Se habla también con frecuencia de la «paz eterna» que expresa bien el fin de las fatigas de esta vida, pero que puede reducir indebidamente el rico contenido de la plenitud final a una existencia inerte, monótona y poco atractiva.
La teología contemporánea es muy sobria al hablar del cielo. Los teólogos se cuidan mucho de describirlo con representaciones ingenuas. Nuestra plenitud final está más allá de cualquier experiencia terrestre aunque la podemos evocar, esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy alienta en nosotros. Los teólogos acuden, sobre todo, al lenguaje del amor y de la fiesta.
El amor es la experiencia más honda y plenificante del ser humano. Poder amar y poder ser amado de manera íntima, plena, libre y total: ésa es la aspiración más radical que espera cumplimiento pleno. Si el cielo es algo, ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amados, conocer la comunión gozosa con Dios y con las criaturas, experimentar el gusto de la amistad y el éxtasis del amor en todas sus dimensiones.
Pero, «donde se goza el amor, nace la fiesta». Sólo en el cielo se cumplirán plenamente esas palabras de san Ambrosio de Milán. Allí será «la fiesta del amor reconciliador de Dios». La fiesta de una creación sin muerte, rupturas ni dolor; la fiesta de la amistad entre todos los pueblos, razas, religiones y culturas; la fiesta de las almas y de los cuerpos; la plenitud de la creatividad y de la belleza; el gozo de la libertad total.
La cristianos de hoy miramos poco al cielo. No sabemos levantar nuestra mirada más allá de lo inmediato de cada día. No nos atrevemos a esperar mucho de nada ni de nadie, ni siquiera de ese Dios revelado como Amor infinito y salvador en Cristo resucitado. Se nos olvida que Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos». Un Dios que sólo quiere una vida dichosa y plena para todos y por toda la eternidad.
José Antonio Pagola