Santo evangelio según san Juan (1,29-34):
En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Ése es aquel de quien yo dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo.» Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel.»
Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.» Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.»
Palabra del Señor
Meditación del Papa Francisco
«He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado», ¡pero quita el pecado con la raíz y todo! Esta es la salvación de Jesús, con su amor y su mansedumbre. Al oír esto que dice Juan el Bautista, que da testimonio de Jesús como Salvador, debemos crecer en la confianza en Jesús.
Muchas veces tenemos confianza en un médico: es bueno, porque el médico está para sanarnos; tenemos confianza en una persona: los hermanos, y las hermanas están para ayudarnos. Es bueno tener esta confianza humana entre nosotros. Pero nos olvidamos de la confianza en el Señor: esta es la clave del éxito en la vida. La confianza en el Señor: encomendémonos al Señor. «Pero, Señor, mira mi vida: estoy en la oscuridad, tengo esta dificultad, tengo este pecado…», todo lo que tenemos: «Mira esto: ¡yo confío en ti!» Y esta es una apuesta que tenemos que hacer: confiar en Él y nunca decepciona. Nunca, ¡Nunca! Escuchen bien, chicos y chicas, que comienzan la vida ahora: Jesús nunca decepciona. Nunca. Este es el testimonio de Juan: Jesús, el bueno, el manso, que terminará como un cordero: asesinado. Sin gritar. Él ha venido a salvarnos, para quitar el pecado. El mío, el tuyo y el del mundo: todo, todo.» (S.S. Francisco, 19 de enero de 2014).
Sin arriesgar
Juan dio testimonio.
Es bien sabido que el término «mártir», en su sentido etimológico original, significa «testigo». Y eso son, antes que nada, los misioneros: testigos del amor de Dios en los lugares donde su presencia es más necesaria, junto a los desheredados, los desnutridos, los refugiados o los leprosos.
Esto implica casi siempre no pocos riesgos, incluso para la propia vida. No son infrecuentes las enfermedades características de esos países, los accidentes o los conflictos bélicos. Los misioneros lo saben. Y, llegado el momento, los asumen con la misma sencillez que aquellas pobres gentes acostumbradas a «sufrir la vida».
Pero se está produciendo, últimamente, un hecho escalofriante en países como Rwanda, Zaire (actual Congo), Argelia y zonas de Latinoamérica. Según las estadísticas de los últimos veinte años, están siendo asesinados a razón de dos misioneros por mes. En 1996 fueron 46 los misioneros y misioneras muertos violentamente. En los primeros meses de 1997 van ya más de 18. ¿A qué se debe esta escalada sangrienta’?
Aunque las circunstancias concretas varían, las causas, en el fondo, son casi siempre las mismas. Los misioneros y misioneras son testigos «incómodos» de injusticias y abusos inconfesables. Han tenido que salir en defensa de poblaciones inocentes masacradas sin piedad. Se han visto en la obligación de reiterar sus llamamientos a la reconciliación y la paz. No se han desentendido del sufrimiento de los indefensos.
Acostumbrados a cierta literatura que nos ha presentado a los antiguos mártires cristianos como sacrificados por confesar la verdadera religión, tal vez no sabemos valorar como es debido el martirio de estos hombres y mujeres que, en medio de complejos conflictos de carácter político o étnico, arriesgan su vida e incluso la pierden por defender al débil. Sin embargo, su martirio se inspira en el de Jesús, condenado y crucificado por defender la causa del hombre.
Estos hombres y mujeres «no han sido martirizados por ser cristianos, sino por ser cristianos hasta las últimas consecuencias» (M. Unciti). Si su cristianismo no hubiera pasado de «rezar e ir a misa los domingos», si se hubiera limitado a «no hacer mal a nadie», todavía estarían con vida. Sin embargo, un día decidieron vivir su fe hasta el fondo. Por eso, su martirio es una «sacudida» para quienes, instalados en «un egoísmo vividor que sabe comportarse decentemente» (K. Rahner), pretendemos ser cristianos sin arriesgar absolutamente nada.
El testimonio de Juan el Bautista no se limita a señalar a Jesús como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Un día llegará a dar su vida por denunciar el pecado de Herodes.
José Antonio Pagola