Tengo mi cielo escondido en un pesebre. Mirada divina, sonrisa inefable, corazón tan humano de Dios que hablas a solas y en secreto. ¡Oh noche deseada por los siglos! Noche iluminada con la dulzura de la presencia del Verbo hecho Niño para el mundo. Prodigio inefable el de tu misericordia, que te mueve a venir a mí para transformarme en Ti. Noche luminosa y clara que revela en la pobre carne de un Niño las delicias de la Trinidad. En Ti, Jesús, dulce amor de María y de José, encuentro el cielo de mi alma.
Es mi cielo encontrarme con la mirada de mi Dios, sintiendo la suave intimidad de dos corazones unidos por la pequeñez y la pobreza. Es mi cielo esa sonrisa de infante que me invita a esperar en la fe oscura, a abandonarme en El con corazón de hijo, a sentirme amado y envuelto a raudales en la misericordia divina de cada instante de mi vida. Es mi cielo vivir para este Dios que amo y adoro cuando El quiere esconderse en la pobreza de mi carne pecadora. Es mi cielo callar agradecido ante un Dios que así se abaja y humilla por amor a mi nada. ¡Oh, Señor, Humildad enamorada de mi pobreza, que sepa ver torrentes de tu luz en la noche profunda de mi alma! Revísteme de tus armas para que a tus pies, en Belén, emprenda yo una carrera de gigante por el camino de la caridad. Mi cielo has de ser sólo Tú, Señor, mi Verbo humanado, que te encarnas en la tierra de mi vida, descansas en el pesebre de mi alma y te ocultas abajado entre las pajas de mi nada. Que viéndote Niño en mí, aprenda yo a adorarte en cada alma que pones a mi lado, en el camino de cada día. Que en cada hijo de la Iglesia sepa descubrir tu rostro de Niño eterno naciendo día a día entre las pajas de su vida. Que en ellos mire yo tus mismos ojos, aquellos con los que un día me enamoraste y hablaste en el alma.
Encuentro mi cielo en el corazón de la Virgen Madre, allí donde Dios guarda y contempla todos sus secretos. Corazón virginal de Madre que deshojas en adoración ante tu Verbo humanado pétalos de humildad, vacío y pequeñez. Tu regazo materno fue el cielo de Jesús durante su vida en la tierra. Tú eres también dulzura y alivio de cielo en mis noches de Belén, cuando mi Dios duerme, se esconde y calla en la desnudez de la fe. Humildad de un Dios enamorado de la debilidad y de la nada. Haz que sepa yo encontrar mi cielo adorándote en mi noche de Belén. Pobreza y vacío han de hacerme cada vez más hijo, más niño, como este Niño de Belén.
Abre, pues, tu corazón a este Verbo entrañable para que Él nazca en Ti y tú mores en El como en tu pesebre. Déjale a El hacer de ti un cielo de Belén y un pesebre materno para tantas almas huérfanas que buscan a Dios en la noche fría y solitaria de su alma. Déjale hacer en tu alma su cielo, santuario de intimidad con el Espíritu Santo latiendo al unísono con el alma de María. Ella también adora y ama en Ti a este Verbo eterno y silencioso hecho carne en Belén, que fecunda y consagra el seno materno de las vírgenes.
¡Oh fuente inagotable de amor! ¿Qué buscas en mí a cambio de tanta gracia? Todo es tuyo, Señor, todo cuanto soy y todo aquello con que te sirvo; y, sin embargo, más me sirves Tú a mi que yo a Ti. Que sea siempre ese mi único deseo: dejar que Tu, Señor, vayas haciendo de mi vida un cielo y sea yo un regazo materno, un pesebre de tu amor y tu consuelo para el mundo.
Juan Pedro Ortuño, El silencio del pesebre